Esta pregunta es necesaria, hoy más que nunca, cuando tantas personas están sintiendo temor y angustia; pocas están procesándolo adecuadamente, y muchas más de lo que sería deseable lo están haciendo crecer como la espuma.
Según el enfoque y la perspectiva, el miedo es considerado una reacción, una sensación, un sentimiento o una emoción. Esta vez, no nos vamos a detener en definirlo.
Asumamos, más bien, el criterio unánime de que el miedo es primario; nos remonta a estadios arcaicos propios y de la humanidad entera; en cierta medida, es útil pero, por ser generalmente desproporcionado y alimentado por experiencias previas no resueltas, pronto deja de ser constructivo y nos suele hacer mucho daño.
Dicho esto, lo primero es preguntarnos y respondernos con franqueza: ¿Cómo es el miedo que sentimos hoy? ¿En qué se basa? ¿Qué tamaño tiene? ¿Nos ayuda a crear o es destructivo? ¿Nos impulsa o nos detiene? ¿Qué hacemos para afrontarlo, nombrarlo, superarlo, integrarlo o transformarlo en otra cosa?
Las respuestas a esas preguntas nos servirán no solo para dar (pues no deben ser enfocadas desde el “deber ser”, la moral, la errónea noción de éxito, los laberintos de la falsa espiritualidad), sino -primero y con urgencia- para pedir y recibir (compañía, contención, apoyo, asesoramiento, ayuda profesional o lo que necesitemos). Solo si estamos bien nosotros podremos ser nutritivos, contributivos e inspiradores.
Es por eso que empiezo por invitarlos a reconocer su miedo y a procesarlo, para que no cause daños mayores y deje de “viralizarse”. Luego, les insto a no alimentarlo con malas noticias, a no rumiarlo en las redes sociales, a no combinarlo con resentimiento y odio, a no hacer que mute en violencia… en fin, a transformarlo en algo positivo, asertivo y resiliente.
¿Cómo hablamos con nuestros hijos e hijas?
¿Recuerdan cuando a nosotros nos decían que debemos comer la sopa porque tenemos la suerte de tener comida mientras otros millones de niños en África se mueren de hambre?
Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que ese “argumento” nos llenó de culpa sin alimentar en nada nuestra conciencia social, nuestra capacidad de elección, una postura bien informada y crítica ante problemas estructurales sobre los que tenemos responsabilidad, pero no culpa.
En esos tiempos de infancia, a nosotros nos hablaban de niños desconocidos, de un continente lejano y ajeno; mientras que nuestros hijos e hijas están viendo amenazas muy cercanas y bastante más probables. No provoquemos en ellos mayores distorsiones de la realidad con nuestras amenazas.
Es momento de ayudarlos a ser prudentes, no temerosos; a conectarse con el amor, no con el miedo; a ser activos, no pasivos, no huidizos; a ser actores sociales desde el discernimiento.
Debemos invitarles a descubrir los “antídotos” contra el miedo; por ejemplo: la certeza de estar juntos ante las adversidades, la fuerza interior que puede brotar y transformar la realidad, la posibilidad cierta de tomar buenas decisiones y hacer adecuadas elecciones, el derecho a cuidarse y ser protegidos.
Efectivamente, las personas adultas debemos dar criterios de realidad a los más jóvenes, pero también debemos darles posibilidades de soñar, crear y tomar el control paulatino de sus vidas. Hacerlo es una obligación, un compromiso y un regalo invaluable. ¿Quieres darles ese regalo a tus hijos?